Gabriela Trejo Sánchez
Imágenes tomadas de Google

Un eclipse solar total no aparece en nuestro camino todos los días y presenciarlo dos veces en la vida ya es mucha suerte, basta para vivir felices el resto de la vida. Aquel momento en que muchos de nosotros, siendo niños, permanecimos sentados en la cama o en la sala viendo el gran acontecimiento del siglo podrá ser guardado en lo profundo de nosotros, incluyendo todos los cambios que nos han formado. Sin duda, la memoria trae, como si fuera ayer, retazos de vida y muestra que ahora ya no somos los niños que obedecían siempre a mamá. Escucha, no mires por la ventana, siéntate, ve la tele, no veas al cielo, observa. Dentro, el calor y la angustia de caer fulminados si nuestros ojos se iban hacia arriba.

Muchos no fuimos a la escuela, vimos el gran eclipse en la tele. Afuera, la oscuridad, un viento que arrasaba con las hojas de los árboles, mamá metiendo la ropa del tendedero. Fragmentos de una vida que ya fue, pero en la que se formaron muchos de los hábitos y valores que ahora nos definen como adultos. Aquel 1991 que marcó a toda una población y que aún hoy sigue hablando de lo mismo, volvió este 2024 para recordarnos que el tiempo vuela, seguimos vivos y ya no somos tan inocentes, total, un eclipse no nos va a comer, si no lo vemos de frente y sin protección.

Este suceso volvió para reflexionar si la obediencia, respeto y honestidad que nuestros padres trataron de guardar en nuestros corazones siguen vigentes. Algunos tuvieron éxito y otros corrieron por distintos rumbos, ya no somos tan crédulos, pero sí prudentes, ya no obedientes a todo, sino críticos con el entorno. Sin embargo, conservamos la tolerancia, la honradez y la empatía, tan importantes cuando tratamos con la familia y, luego, con personas externas, en el trabajo o la escuela y la comunidad. Y aunque son sólo algunas de las características que podríamos observar en nosotros, lo cierto es que desde niños poseemos esas cualidades y es cosa del tiempo y la actitud desarrollarlas positivamente. Nuestros padres quieren que seamos valientes como leones, que pensemos con claridad y no como si nuestro cerebro estuviera lleno de paja, piden amar profundamente. Es decir, que no sólo crecemos tratando de ser buenas personas, sino que, además, nos marcan estereotipos que después son difíciles de cambiar, como el cerebro lleno de paja.

En esto pensó precisamente Frank L. Baum cuando escribió una historia en la que nada puede ser lo que parece. Un grupo de amigos que hoy llamaríamos raros en busca de todo aquello que creen no tener. Un león cobarde como el que más, un espantapájaros cansado de no poseer un cerebro, pero con las ideas brillantes para salir de apuros y un hombre de hojalata que antes era leñador y ahora necesita un corazón para amar, acompañarán a Dorothy y su perro Toto en su camino hacia la ciudad Esmeralda, donde un gran mago, que nadie ha visto, podrá ayudarlos a recuperar lo perdido. En el camino, descubrirán que no necesitan algo físico, como un cerebro o un corazón, para demostrar que pueden amar y pensar. Sabrán también que a veces sólo se necesita un empujón de las personas correctas para enfrentar aquello que nos aterra. Seguirán un camino amarillo que los puede llevar a encontrar lo que perdieron dentro de sí mismos. Leer El maravilloso mago de Oz es una gran oportunidad para reflexionar si todo lo que éramos lo somos ahora, si hemos superado nuestros propios obstáculos o tenemos que seguir buscando la luz después del eclipse. Un libro en el que las apariencias pueden dejar ciego a quien no mira con los anteojos adecuados.